lo había hecho por maldad, porque ella —se dijo con cierta dignidad— no era una vulgar calientapollas; lo había hecho para conservarlo, le había dado el título de “mejor amigo” y creía que con eso había aliviado todo tipo de tensión, pero era evidente que no: los vapores que se escapaban de su cuerpo y que se alzaban como una nube apestosa sobre su piel se encargaban de recordarle que Camilo era todo menos su amigo.