–Este alto y majestuoso árbol –exclamé elevando la voz– que tan maravillosamente protege y embellece la casa, que la envuelve en tan grave y jovial familiaridad y ambiente hogareño, este árbol, digo, es una deidad, es sagrado, y habrá que dar mil latigazos al insensible y desalmado propietario que se atreva a hacer desaparecer toda esta magia celestial y dorada de verdes hojas para calmar su sed de dinero, lo más bajo y vil que hay en la Tierra.