Hay muchas clases de amistad. Podemos sentirnos atraídos por alguien que nos da alegría y nos llena de esperanza, alguien que siempre logra hacernos reír. Tal vez haya amistades que son instrumentales, en las que el aliciente es concreto y el atractivo reside en lo que pueden hacer por nosotros. Hay amigos con los que solo hablamos de cosas serias, otros que solo cobran sentido en la ebria alegría de la noche profunda. Algunos amigos nos completan, mientras que otros nos complican. Quizá sintamos que no hay nada mejor en el mundo que estar al volante de un coche, escuchando música con amigos, buscando una tienda de dónuts abierta toda la noche. Nadie dice una palabra y es perfecto. Quizá nuestra perenne fascinación con la armonía empezara por fin a cobrar sentido en esas escenas, apretujados en el coche, coreando «God Only Knows», esperando en el aparcamiento hasta que terminaba la canción. Aristóteles señaló que las amistades entre los jóvenes siempre giran en torno a la posibilidad de placer. La amistad de los jóvenes, observó,
parece que se debe al placer, pues viven en la pasión y persiguen sobre todo aquello que les resulta placentero y lo que tienen delante —aunque cuando cambia su edad, también les resultan placenteras otras cosas—. Por eso se hacen amigos, y dejan de serlo, rápidamente, pues su amistad cambia con lo placentero, y el cambio de esta clase de placer es rápido.
«Lo que tienen delante»: esa dimensión de la amistad orientada hacia el futuro, la certeza de que envejeceremos, o nos distanciaremos, y de que un día podremos necesitarnos de un modo inimaginable en el momento presente.