La yegua había vivido según las órdenes de los hombres. Durante toda su existencia, nunca la habían dejado ser libre. Había tenido carceleros y dueños, como si su valor dependiese de lo mucho que podía cargar en su lomo.
Había vivido su vida hasta que había sido regalada a cambio de nada, las patas demasiado débiles para huir y unos ojos que ya no podían ver otro mundo más allá de la cueva de carbón en la que la habían obligado a pasar la vida. Y, sin embargo, ahora podía notar el viento en la crin.