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José María Arguedas

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    Era una cocina para indios el cuarto que nos dieron. Manchas de hollín subían al techo desde la esquina donde había una tulipa indígena, un fogón de piedras. Poyos de adobes rodeaban la habitación. Un catre de madera tallada, con una especie de techo, de tela roja, perturbaba la humildad de la cocina.
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    Pero ese catre tallado ¿qué significaba? La escandalosa alma del Viejo, su locura por ofender al recién llegado, al pariente trotamundos que se atrevía a regresar. Nosotros no lo necesitábamos. ¿Por qué mi padre venía donde él? ¿Por qué pretendía hundirlo? Habría sido mejor dejarlo que siguiera pudriéndose a causa de sus pecados.
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    —Papá —le dije—. Cada piedra habla. Esperemos un instante.

    —No oiremos nada. No es que hablan. Estás confundido. Se trasladan a tu mente y desde allí te inquietan.
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    Llueve sobre la catedral? —pregunté a mi padre—. ¿Cae la lluvia sobre la catedral?

    —¿Por qué preguntas?

    —El cielo la alumbra; está bien. Pero ni el rayo ni la lluvia la tocarán.

    —La lluvia sí; jamás el rayo. Con la lluvia, fuerte o delgada, la catedral parece más grande.
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    esperé que apareciera un huayronk’o[13] y le escupiera sangre en la frente, porque estos insectos voladores son mensajeros del demonio o de la maldición de los santos.
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    El rostro del Crucificado era casi negro, desencajado, como el del pongo.
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    Pero mi padre decidía irse de un pueblo a otro cuando las montañas, los caminos, los campos de juego, el lugar donde duermen los pájaros, cuando los detalles del pueblo empezaban a formar parte de la memoria.
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    El mito de la raza! Las cholas mueren igual que los indios si las ametrallan.

    Valle hablaba siempre así; no se podía saber si quería ofender a quien le escuchaba o a la persona de quien hablaba, aun a las cosas.
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    Aquí hemos venido a llorar, a padecer, a sufrir, a que las espinas nos atraviesen el corazón como a nuestra Señora! ¿Quién padeció más que ella? ¿Tú, acaso, peón de Patibamba, de corazón hermoso como el del ave que canta sobre el pisonay? ¿Tú padeces más? ¿Tú lloras más…?».
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    Valle pestañeó. Porque el Hermano tenía color de ceniza; las fosas abiertas de su nariz aguileña tragaban aire como las de los toros salvajes de puna que embisten la sombra de los pájaros; sus ojos mostraban la parte blanca; infundían terror, creo que hasta al polvo.
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