es difícil rebatir la crueldad de la naturaleza al ver la cola batiente de una foca que desaparece por la garganta de un monstruo marino, o un antílope retorciéndose en las garras de una leona de fría mirada. «Gracias a Dios que aquí sentado en mi sofá —pensamos— estoy a salvo, con mis patatas fritas y mi refresco».
Sin embargo, he tenido ocasión de pasar algún tiempo rodeado de focas y nunca he tenido la impresión de que fueran unos animales particularmente ansiosos. Todas las focas con las que me he topado, o bien dormitaban sobre una roca calentita, o bien retozaban en el agua junto a otras focas. Parecían felices, saludables y relajadas. No terminaba de creerme que la suerte de una foca en el mundo natural pudiera ser tan nefasta como insinuaban aquellas imágenes terroríficas y pornográ