Cuando Ronel despertó con el mágico sol de aquel martes y se encontró a su querido terrier Shjire entre las piernas lamiéndole la erección matutina, le pasó por su obtusa y relativamente desocupada mente un solo pensamiento, afilado como una navaja: «¿Es esto sexo?». Léase: ¿estaría Shjire lamiéndole los testículos de la misma manera que solía lamer los de Schneider, el schnauzer enano al que Shjire intentaba montar cada vez que se encontraba con él en el parque Meir, o no sería que Shjire le estaba lamiendo el miembro viril a su dueño por lo mismo por lo que escogía lamer las gotas de rocío a cualquier aromática hoja con la que se encontraba por la calle?
Esa, realmente, era una pregunta preocupante. Aunque no tan preocupante como la pregunta de si Niva, su mujer, tan generosa de caderas, sospechaba que él se follaba a Renana, su compañera de despacho, y por eso era tan odiosa con ella por teléfono, o si no sería porque sencillamente le resultaba antipática, aunque aun así resultaba preocupante.