Mi madre, como buena española tradicionalista, tenía de ellos una idea no muy halagüeña. Apenas aparecían en casa nos mandaba al viejo salón un carrito atestado de sándwiches, perniles, mermeladas, leche, te y café. Pobres bohemios solía decir, deben pasar unas hambres con esas historias de los versos”, cuenta.
Y sigue: “Muchos años después, conversando con Tomás Lago, le conté mis terribles aprensiones de entonces. Tomás se quedó mirándome de hito en hito y me confesó: ‘Mira, chiquilla; es muy cierto que nosotros íbamos a tu casa por ti y la literatura, pero también por el carrito’”.