A pesar del temor que me causaba, y que me dejaba más blanca que la prenda que me envolvía, sentí que en ese momento emanaba de él un hedor a desesperación completa, horrenda y repugnante, como si los lirios que lo rodeaban hubieran empezado a pudrirse o como si el cuero ruso de su aroma estuviera regresando a los elementos de la piel desollada y los excrementos que lo componían. La gravedad ctónica de su presencia ejercía una presión tremenda en la habitación, hasta el extremo de que la sangre resonaba en mis oídos como si nos hubiéramos precipitado hasta el fondo del mar, bajo las olas que rompían en la orilla