Carme Chaparro

Su primera madrugada como cadáver la pasa a 3,9 grados de temperatura, levemente por encima del punto de congelación para no influir demasiado en la autopsia.

Se quita el guante de la mano derecha, alarga el brazo y lo introduce bajo la tela que lo cubre.

Entre sus piernas comienza a concentrarse el calor que precede a una erección, ese burbujeo sanguíneo incontrolable que se espesa alrededor del pene y los testículos, esponjando la carne a la vez que la endurece.

Ufff.

Tiene que parar antes de no poder dominarlo, porque no puede llegar empalmado a la sala de autopsias. Intenta concentrarse en otra cosa. Piensa en el perro al que atropelló un par de semanas antes, en los intestinos del animal esparcidos sobre el asfalto, en su hijo llorando en el asiento de atrás

Los muertos necesitan calma y no convertirse en un espectáculo para curiosos.

—Ya conoces a los vivos, amiga. Les pierde el morbo.

Fíate menos de tus amigos que de tus enemigos

Ni siquiera son hombres. Son chicos. Aterrorizados. La peor combinación para los de su calaña, que solo saben responder a ese miedo juntándose en manada y sintiéndose valientes sobre una víctima solitaria.

Pero Vanic intuye que algo pasa. Y eso le pone nervioso.

Trata de disimular, no puede parecer vulnerable. En su mundo lo más peligroso no es ser débil, sino que otros lo crean

Vanic apuesta contra sí mismo: diría que es un lover boy, uno de esos tipos atractivos y jóvenes encargados de enamorar a adolescentes incautas para después prostituirlas o, si hace falta, secuestrarlas

. Ya ni siquiera aprovecha los momentos de calma para ponerse instintivamente en posición fetal y tratar de protegerse. Su cerebro está definitivamente derrotado, roto para siempre. Es joven, mucho. Quizá tenga quince o dieciséis años. Larga y rubia.

Inocente, pero no virgen.

La están convirtiendo en un animal domesticado. Manejable. Obediente. Sumiso.