Pero la principal particularidad, no obstante, tiene que ver con la forma en que aprenden y obtienen la información, y que presumiblemente constituirá un rasgo que los acompañará toda la vida. La generación Z es la primera que archiva y procesa la información de manera similar a como lo haría un ordenador. Hasta ahora, las personas, usuarias o no de la tecnología, organizaban mentalmente sus archivos de forma análoga a la de una biblioteca, ordenados por temas, jerarquizados de acuerdo con la fuente e inmutables a la hora de disponer de ellos para crear nueva información. Se trata de unas rutinas de aprendizaje y procesamiento –herederas de lo que se denominó galaxia Gutenberg– y que condicionan una estructuración del saber de manera acumulativa, lineal y compartimentada. A diferencia de quienes los han precedido, los jóvenes Z se han sumergido en la cultura tipográfica no solo a través de libros, sino también de soportes interactivos y multimedia conectados a internet. En consecuencia, el conocimiento para ellos pierde su lineabilidad para convertirse en una realidad nebulosa donde la información no está jerarquizada y, de estarlo, es el criterio comercial y no el académico el que prima en la ordenación de los contenidos. Una nube en la que todas las opiniones valen lo mismo y en la que cada pieza de información puede ser alterada, adaptada o modificada por el usuario, que, además de consumir, produce nueva información, cuya mejor o peor calidad no impedirá que esté accesible globalmente. Este cambio, residenciado casi a nivel neurológico, es la gran diferencia con respecto a las generaciones anteriores y comporta profundas implicaciones que van a trascender el plano educativo