Mi primer hijo tendría 4 o 5 años, era así de alto (¿sabéis esa altura en la que de pie al lado de la mesa sólo le ves los ojos?). Pues eso, imagináoslo así. Yo estaba corrigiendo redacciones, el gran calvario de los profesores de italiano, y me acuerdo que al cabo de un rato me di cuenta de que mi hijo estaba ahí. No le había oído llegar, no sabía cuánto tiempo llevaba allí; había llegado y ahí estaba tranquilamente observando a su padre mientras trabajaba. A través de esa mirada, ese día, me pareció entender de golpe qué era la educación. Porque ese día mi hijo se había acercado a mí sin manifestar una necesidad concreta; no quería pedirme agua, algo de comer, que le llevase a la cama, que le vistiese: estaba ahí mirándome. Al mirarle, me transmitía una pregunta; leí en su mirada una pregunta absolutamente radical; era como si mi hijo me estuviese diciendo: «Papá, asegúrame que merece la pena haber venido al mundo. Dime que merecía la pena traerme al mundo. Dime cuál es la esperanza que tienes, por qué te levantas por la mañana y te vas a la cama por la noche. ¿Por qué el esfuerzo de vivir, la muerte, el dolor, la fidelidad, el sacrificio? Dime cuál es la verdadera razón por la que me has traído al mundo, para que yo pueda llevar el peso de la vida con dignidad, con esperanza y con fortaleza. Acompáñame en esto: es lo único que te pido».
Desde aquel día no he vuelto a entrar en una clase, ni a cruzar la mirada con mis alumnos sin sentir que me dirigen esta pregunta: «Profesor, ¿pero qué hace usted en este mundo?».