—Bienvenido al Club de Profanadores del Arte. No sabes cuánta falta le hacías a mi colección. Tú eres algo distinto. Ya estaba cansándome de las obras inanimadas. Por mucho que las odie, una se cansa de pisotearlas.
—¿Por qué odia usted el arte? —pregunté, amedrentado por su tierno saludo.
—Qué maravilla. Además de guapo eres ingenuo —la perversa Brunhilde me miró con una mezcla de compasión y desprecio—. ¿Crees que tu deleznable tatuaje merece algún respeto? No, mi cielo, aquí no. Yo me río de Picasso y de la gente que lo admira, empezando por tu antigua dueña, que en paz descanse. Pobre ballena. Se creía culta y sublime. Yo vengo de vuelta de todo eso. Estamos en la edad de la impostura, cariño. El arte murió desde que nosotros le pusimos precio. Ahora es un pretexto para jugar a la Bolsa. Yo muevo un dedo y la tela que valía 100 dólares en la mañana se cotiza en cincuenta mil por la noche. Si hago esos milagros, ¿no crees que también puedo quitarle valor al arte? A eso me dedico desde hace algunos años. Heinrich podría comprarme todo lo que yo quisiera, pero tengo debilidad por las obras robadas. Es un primer paso para desacralizarlas, para quitarles la aureola de dignidad que tienen en los museos. Después viene lo más divertido: escupirlas, ensuciarlas, barrer el piso con ellas. ¿Y sabes por qué, ricura? Porque al hacerlo me destruyo a mí misma, porque ya no puedo creer en nada, ni siquiera en mi jueguito de las profanaciones, que vuelve locos a estos idiotas, pero a mí ya no me satisface. Quisiera que alguien me tratara como yo trato a las piezas de mi colección. Para eso te necesito, ¡castígame, amor, pégame, destruye a tu puta