Creo que la única revolución «cultural» que imagino posible es una que ocurra en el tacto, a través de una reconfiguración de nuestros modos de experimentarlo. Tal vez un día reclamemos el derecho al tacto y lo saquemos de la lógica moral de Occidente y de nuestras sociedades, que lo dirigen hacia los límites productivos de la maternidad y la pareja. Una mano que, fuera de esos espacios, se posa suave en el cuerpo del otro para conocerlo y comunicarse revoluciona el estado de las cosas. Tocar nos transforma, pero esa mano capaz de llevarnos a un lugar que aún no conocemos se expulsa a menudo a través de una retahíla de preguntas: ¿qué busca? ¿Me está tocando conscientemente? ¿Hay una intención sexual en ese gesto? ¿Cómo me compromete aceptar esta mano? ¿A qué me compromete?