no voy a adoptar esa poco generosa y poco política costumbre, tan común en los que escriben novelas, de denigrar con su despectiva censura las mismas manifestaciones cuyo número están ellos mismos incrementando, haciendo frente común con sus mayores enemigos al lanzar los más duros epítetos contra tales obras y no permitiendo casi nunca que las lea su propia heroína, la cual, si por casualidad coge una en sus manos, siempre hojeará sus insípidas páginas con desprecio. Porque, ¡ay!, si la heroína de una novela no es defendida por la de otra, ¿de quién puede esperar protección y consideración? ¿Cómo no vamos a sublevarnos contra esto? Dejemos que los periodistas censuren a sus anchas tales efusiones de la fantasía y ante cada nueva novela repitan los manidos y tontos argumentos con que la prensa gruñe en la actualidad. No nos engañemos entre nosotros: somos un cuerpo vituperado.