Cuando volví a Reims, me vi confrontado con esta pregunta, insistente y rechazada (al menos ampliamente rechazada tanto en mis escritos como en mi vida): tomando como punto de partida de mi razonamiento teórico —e instalando pues como marco para pensarme a mí mismo, pensar mi pasado y mi presente— la idea, aparentemente evidente, de que la ruptura total con mi familia podía explicarse a través de mi homosexualidad, a través de la homofobia innata de mi padre y del medio en el que había vivido, ¿no me estaba dando, al mismo tiempo —y tan profundamente verdaderas como fue posible—, nobles e incontestables razones para no pensar que también se trataba de una ruptura de clase con mi entorno de origen?