Dentro del contexto mexicano, en años recientes comenzó a llamarse bullying a las violencias contra niños y niñas en los espacios escolares, cayendo una vez más en la generalización al nombrar y visibilizar las violencias. Si analizamos en concreto esta modalidad llamada bullying, de fondo y forma no es otra cosa que violencia de género, de esa que castiga, minimiza o ridiculiza lo femenino, puesto que los niños que han presentado agresiones psicológicas, verbales y físicas son aquellos que no cumplen el mandato cultural y social de lo que “debe ser” un hombre. Por ejemplo: los niños no masculinos (femeninos o introvertidos) u otras identidades que atraviesan la categoría de género, como la etnia (alumnos provenientes de comunidades indígenas), la clase (vulnerabilidad económica, marginación), la religión (testigos de Jehová, etc.), los niños gordos que no son Ken, entre otros.
En el caso de las niñas, las violentadas son quienes no representan el ideal de belleza (las no “estéticas”, no rubias, no blancas), no femeninas (masculinizadas, extrovertidas), y también las relacionadas con una etnia, clase y religión, o las niñas un poco gordas que no son muñecas.
De modo que no cumplir estos mandatos de género es, de fondo y forma, un castigo social a las ideas culturales del “ser hombre” y “ser mujer”, atravesadas por las intersecciones
correspondientes, que se potencian y hacen presentes en el aula escolar, porque es ahí donde converge a manera de espacio público y político la población infantil.
En ese sentido, no se violenta al niño conquistador, masculino, rudo, rico, blanco, güerito; ni a la niña guapa, rubia, con ojos de color, delgada y princesa. Por el contrario, ellos son los y las populares. Son quienes encantan y fascinan en el statu quo educador, y que a su vez representan “la buena crianza” de las familias; la excelencia por antonomasia de la nor(mal)idad. Porque son niños bien y se ven bien.