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Cada campeonato arranca de vuelta en la infancia y nos recuerda que a veces es mejor envejecer en mundiales que en sexenios

porque en la tierra donde el águila se comió a la serpiente ser patriota significa honrar a los perdedores

El PRI había logrado a expensas de su férrea disciplina lo que en futbol jamás sería posible; alzar la copa cada seis años, cada vez que se le diera la gana y pasando por encima de cualquier rival.

País tan grande, pretendido gigante regional, por qué habría de buscar fogueo si en la región ya somos excelentes.

Quizá podríamos ofrecer una explicación inverosímil, y no por ello menos precisa: el futbol mexicano padece no de gigantismo sino de una desmedida adolescencia.

Con esos Pumas, cuando Campos aún noqueaba defensas con sus dribles de Caleta y Caletilla, Mejía Barón perdió unas semifinales memorables (global de 6-8), frente al mejor Puebla de la historia, el de Poblete, Mortero Aravena, Chepo de la Torre, Chícharo Hernández, Mango Orozco, Arturito Álvarez, Caballo Cosío, Pablo Larios. Ese Puebla dirigido por Manuel Lapuente y gerenciado por Arturo Migoya y Emilio Maurer.

Los tres estadios del futbol en el siglo XX para sincronizarse con el transcurso del capitalismo: «El primero se corresponde con las formas de un capitalismo primitivo o de extorsión y abarca desde sus antecedentes calcísticos (s. XVI) hasta los entornos de 1900. El segundo se emparenta con el capitalismo desarrollado de producción y comprende aproximadamente de 1900 a 1970. Y, el tercero, capitalismo desarrollado de consumo, cubre la etapa que –en fútbol– se abre al comienzo de los años setenta. […] En la fase del capitalismo primitivo los cuerpos de los jugadores funcionan como masas físicas; en el capitalismo desarrollado de producción los cuerpos funcionan como piezas acopladas a máquinas y en organismos; y, en el capitalismo desarrollado de consumo, los cuerpos funcionan como signos, sujetos a un código que asegura su intercambiabilidad y circulación óptima». (Vicente Verdú)

El contrapunto de México con sus tres primeros rivales es evidente, y sí, intentaba jugar al pie. Pero sin mayor innovación que lo hecho toda la vida en la liga doméstica: con poca movilidad, sin explorar el juego por las bandas, sin pensar ni ocupar el terreno.

Ese Mundial lo íbamos a ganar porque los boletos de avión habían costado más caros que nunca, porque Japón y Corea del Sur estaban muy lejos, porque habíamos empeñado hasta las joyas de la tatarabuela para pagar aquel hotel en Ulsan, donde se jugarían los cuartos de final, e íbamos a tener que trabajar los siguientes cuatro años, hasta el siguiente Mundial, para pagar los intereses de la tarjeta de crédito, endeudados permanentemente en ciclos de cuatro años como si viviéramos en una hacienda de la Nueva España que funciona con un sistema de peonaje por deudas, el patrón adelantándonos dinero para que pudiéramos acompañar a la selección.

Ese Mundial lo íbamos a ganar, íbamos por fin a triunfar sobre el trauma de la historia nacional, íbamos a ser capaces de responder con eficacia al reto del ambiente cósmico en que se encuentra inmerso el hombre, es decir: le íbamos a ganar a Brasil en la final, aplicando nuestra mentalidad teológico-paradójico-dramática, usando nuestra mentalidad poética, flexible y mística. Y sería la ocasión perfecta de rebelarse y dialogar con la divinidad, la patria, los amigos y nuestras mamás. Íbamos a silbar, a gritar, a cantar, a arrojar petardos, a descargar la pistola en el aire. A descargar nuestra alma.