La mujer avanzaba por un jardín de escarchas. La blancura le pareció un engaño, algo así como un tedio irresuelto. Esperó a que un zorro la acostara en la vida.
«El problema», pensó, «es que retornaré como ceniza. A esto le llamamos perfección imperfecta: durar, exiliarse en la carne de la propia astucia, sin renunciar jamás a las neuralgias –ningún día en un año–».
La mujer sucumbió sin dejar rastros o el jardín se esfumó con las fauces abiertas.