La tendencia dominante en ámbitos psiquiátricos, jurídicos y periodísticos a atribuir los conflictos psicológicos a un mal funcionamiento del cerebro ha tenido el perverso efecto de dejar al ser humano desprovisto de su responsabilidad y, en consecuencia, sujeto a su destino genético, biológico o ambiental, sin posibilidad de cambio.