que, conforme terminaba el siglo y arraigaba nuestra fijación por encasillar a la gente en categorías de preferencia sexual, adquirió mayor importancia). Es como si, en lugar de huir a lo grande del mito de la asexualidad femenina, en el que una mujer era un ángel o una puta, nos limitáramos a sustituir un conjunto de clasificaciones por otro, aprisionando nuestros yos emocionales en dos categorías nuevas pero igualmente rígidas: homosexual o heterosexual. Y, por supuesto, sólo una de estas categorías era aceptable.