En resumen: me lleva siglos escoger la ropa, años conseguir un peinado más o menos satisfactorio, horas maquillarme para parecer de lo más natural y casi sin maquillaje, como todas las revistas aconsejan. Y, al final de toda esta tarea, cuando me miro en el espejo antes de apagar al luz y salir de la habitación, cuando tengo suerte o un día feliz, pienso que no me ha quedado todo tan mal, que puede ser que por una vez no me sienta la más desastre y horrorosa de la pandilla.