Las numerosas definiciones que de ello se han dado no han hecho otra cosa que difuminar un objeto ya de por sí vago y heterogéneo, de lindes poco delimitadas, debido a la amplitud de su campo, por un lado; por otro, a su popularidad, que impulsa a buena parte de la crítica a considerarlo una obra de entretenimiento demasiado simple, un género menor, sin personajes de los que puedan desprenderse complejos análisis psicológicos o situaciones que ayuden a revelar un estado social concreto: desde los vampiros, que aparecen en Europa en la obra de Dom Calmet1, pese a que niegue su existencia, hasta los zombis de la bit-lit (literatura del «mordisco»), toda una serie de obras y protagonistas de este género literario parece desterrada de la alta literatura, cuando no se encasilla como materia propia de un pasado con dos siglos o más de auge y caída, como si lo fantástico estuviera superado y no tuviera nada que ver con el hombre de hoy ni nada que ofrecerle