También esto hacía parte de tu supremacía intelectual. Te habías encumbrado tan alto por tus propios medios; por consiguiente, tenías confianza ilimitada en tu propia opinión. De niño esto nunca me había parecido tan deslumbrante, como después lo reconocería de adulto joven. Desde tu poltrona, gobernabas el mundo. Tu opinión era correcta; las demás eran dislates, extravagancias, locuras, nada normal. Además, la confianza en ti mismo era tan grande que no tenías que ser consecuente en absoluto y, no obstante, seguías teniendo la razón. También podía suceder que no tuvieras ninguna opinión acerca de algún asunto y, en consecuencia, todas las opiniones posibles sobre el tema deberían ser falsas sin excepción. Por ejemplo, podías maldecir a los checos, después a los alemanes, luego a los judíos, y no solo en ciertos aspectos, sino en todos, y finalmente no quedaba nadie fuera de ti.