Tuve una infancia triste que no alcanzó el rango de tragedia. No padecí la guerra, el exilio, el hambre ni la enfermedad. Fui un desajustado promedio. Mis desgracias pertenecían a los lugares comunes de la clase media: padres que no se llevaban bien, una escuela autoritaria, un barrio donde el prestigio se decidía con los puños, un dentista que no usaba anestesia. El futbol apareció en mi entorno como el espacio compensatorio donde los héroes fallaban mejor que yo.