Pablo Álvarez Ellacuria

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    También sucedía a menudo que me dejaban media docena de huevos o una libra de mantequilla en el coche cuando estaba a punto de irme. Era la hospitalidad habitual del valle y sabía que seguramente hacían lo mismo con cualquier otro visitante, pero a mí me demostraba que bajo la adusta apariencia de aquella gente latía un corazón amable, y pensar en ello me reconfortaba.
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    Me soltó el sermón sonriendo serenamente, dándome palmaditas en el hombro como un psiquiatra que intentase apaciguar a un paciente violento.
    No muchos días más tarde, estaba escribiendo una etiqueta para un tarro de pomada vesicante cuando Siegfried entró en la sala como una exhalación. Debió de abrir la puerta de una patada, porque rebotó de mala manera contra el tope de goma y de vuelta poco faltó para que le diese en la cara. Se abalanzó a la carrera hasta donde estaba sentado y empezó a aporrear el escritorio. Venía acalorado y con la mirada desencajada.
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    Dígame, ¿dónde tienen la caja del efectivo?
    —Bueno, el dinero solemos meterlo ahí, ¿sabe? —Siegfried señalaba la jarra de peltre sobre la repisa de la chimenea—. Caja, lo que se dice caja de dinero no tenemos, pero con eso ya nos apañamos.
    La señora Harbottle miró la jarra horrorizada.
    —Que se limitan a meter... —Cheques y billetes varios rebosaban de la jarra; otros muchos habían caído a la chimenea—. ¿Me está diciendo que cuando se van dejan el dinero ahí todos
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    Cuando a Siegfried se le metía una idea en la cabeza no se andaba con rodeos: la inmediatez era su divisa. No habían pasado ni cuarenta y ocho horas cuando una camada de diez gorrinillos se había aposentado en la cochiquera y doce pulardas de la variedad Light Sussex picoteaban el suelo del gallinero. Siegfried estaba especialmente satisfecho con estas últimas.
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    Pero ningún animal convierte más rápido su alimento en carne que un cerdo y, a las pocas semanas, las simpáticas y rosadas criaturitas se transformaron a una velocidad alarmante en diez señores cerdos. Su carácter también fue a peor. Ya no tenían el menor encanto. La hora de la comida dejó de ser un momento de diversión y pasó a ser una batalla en la que Tristan llevaba cada vez más las de perder.
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    Si quieres la yegua, ve a buscarla tú.
    Hablaba con voz queda, sin desafío alguno. Su aspecto era el de alguien a quien el futuro ya no le concierne. Incluso Siegfried comprendió que, por aquella vez, Tristan ya había tenido bastante. Aún fulminó a su hermano un par de segundos con la mirada, pero luego se dio la vuelta y salió de la sala. Al final fue él a buscar la yegua.
    Nadie volvió a hablar nunca del incidente, pero a los cerdos se los llevaron deprisa y corriendo al matadero y nunca los sustituimos. El proyecto ganadero había concluido.
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    Todo eso que dice es una bobada. Hay un veterinario jovencito en Darrowby, recién salido de la universidad, que da igual para lo que le llames, todo te lo soluciona con sulfato de magnesio y agua fría.
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    Hacía ya un año que era veterinario y había aprendido unas cuantas cosas por el camino. Una de ellas es que es difícil convencer de algo a un granjero, y más a los de los valles de Yorkshire.
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    Abrí la puerta, sonriendo para mis adentros, y me acerqué a Tristan, que me miró sorprendido cuando le estreché la mano; seguía teniendo la misma aura de inocencia infantil, y en sus ojos, aunque un poco más hundidos que de costumbre, brillaba todavía la chispa de siempre.
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