Lo único que tenías que hacer, al parecer, era pedir una versión inferior de la vida que habías llevado hasta entonces, y Londres te la proporcionaba. A Londres no le importaba de dónde venías, siempre que no te importara que el estanquero y el cobrador del autobús se rieran de tu acento y repitieran tus palabras cada vez que abrías la boca