Era, también, un loco inteligente, hiperverborrágico, por cuya boca salía un torrente de palabras tan abundante y constante que parecía que se estuviera ahogando en ellas. Siempre tenía una réplica ingeniosa, una respuesta, una contestación que cortaba cualquier conversación o discusión. En muchos sentidos, me atropellaba, me anulaba, hacía que me sintiera invisible, incluso para mí misma.
Yo adoraba a mi hermano. Quería ser como él. Pero fue cruel conmigo durante toda nuestra infancia —se burlaba de mí sin tregua, se peleaba físicamente conmigo—, salpicada de ocasionales momentos de simpatía. Al pensar en ello, tal vez su sadismo fuera un síntoma de la enfermedad que se manifestó más tarde.
El modo que tenía de ridiculizarme y provocarme iba más allá de las clásicas tomaduras de pelo entre hermanos. En la cena, cuando yo soltaba alguna palabra o expresión de moda, Keller se abalanzaba sobre ella, y sobre mí, por seguir los dictados de las modas pasajeras, por mi ordinariez, por mi falta de originalidad. Cuando una escena de una película o un especial de Disney me hacía reír o llorar, él se burlaba de mí porque me reía y se burlaba de mí porque lloraba y se burlaba de mí cuando yo no decía absolutamente nada. Siempre supo que obtendría una respuesta de mí, lo cual le incitaba a hacerlo con más insistencia.
En algún momento, desconecté del todo. Como sabía que se reiría o se burlaría de mí, yo hacía lo imposible por no llorar ni reír ni mostrar emoción alguna. El mayor reto, según lo veía yo, era fingir que tenía una capacidad sobrehumana para soportar el dolor. Si a eso le añadimos la presión que sienten las chicas de todos modos por complacer a los demás, por ser buenas y educadas y ordenadas, me retiré aún más a un mundo donde nada pudiera afectarme o herirme.
A veces, las provocaciones de mi hermano pasaban a la violencia física. Una noche nos peleamos con tanta violencia encima de la cama de nuestros padres que el televisor se cayó al suelo a causa de las vibraciones. En otra ocasión, Keller, que se había convertido en una especie de cabecilla del vecindario, organizó una pelea entre un chico que vivía calle abajo y yo. Llevó la cosa tan lejos que incluso apostó con sus amigos a que yo ganaría. Yo sabía que no podría, pero me presté a ello de todos modos porque quería que se sintiera orgulloso de mí. Siempre que yo me quejaba a mis padres de Keller o les pedía que le obligaran a dejar de atormentarme, se limitaban a decir: «Pues dale tú también».