Marie Rutkoski

«Mi alma te pertenece», le había dicho. «Y lo sabes.»

—¿Cuándo te he dado yo algo?

Arin repuso con suavidad:

—Hubo un tiempo en el que me diste mucho.

—Cásate con él, pero sé mía en secreto.

—Y nos has traído al mercado de esclavos.

Pero su negativa conmovió a Kestrel. La tensa postura de los hombros del esclavo le recordó a sí misma, cuando su padre le exigía algo que no podía cumplir.

Pero su negativa conmovió a Kestrel. La tensa postura de los hombros del esclavo le recordó a sí misma, cuando su padre le exigía algo que no podía cumplir.

Pero, para ser sincero, no sabía por qué contestó:

—Herrero es como me llamaba mi primer amo. Pero no me llamo así. Me llamo Arin.

Podría hablar con mayor libertad si pudiera moverme con mayor libertad.

Kestrel captó el trato implícito en sus palabras.

—Puedo encargarme de ello.

—Quiero los privilegios de un esclavo doméstico.

—Hecho.

—¿Para ver a tu amigo?

—A mi novia, en realidad.

Kestrel se quedó callada un momento.

—Muy bien —accedió.

Kestrel se subió al lomo de Jabalina.

—Entonces supongo que tendrás que seguirme en el carruaje.

—Os meteréis en problemas si salís sola.

Kestrel sujetó las riendas.

—¿Adónde vais? —exigió saber él.

—Ronan me ha invitado a dar un paseo por sus tierras