Mariposas blancas revoloteaban perezosamente entre las ortigas polvorientas, cerca de mí; un gorrión alegre se posaba sobre un ladrillo decrépito, piaba con voz irritada, daba saltitos sin moverse de sitio y extendía la cola: desconfiados todavía, los cuervos graznaban en la cima de un abedul sin hojas; el sol y el viento jugueteaban entre sus escasas ramas; melancólica y serena la campana del monasterio Donskoy sonaba a lo lejos. Y yo seguía allí, mirando, escuchando, llenándome de un sentimiento inefable, hecho a la vez de dolor y de alegría, de deseos y de presentimientos, de oleadas de aprensión... Nada comprendía, y no hubiese podido designar con un nombre preciso lo que vibraba en mí... O mejor, sí, sólo con un nombre hubiese podido llamarlo: el de Zinaida.