Elizabeth von Arnim

Era el tipo de persona que pasa inadvertida en las fiestas. Su ropa, infestada de ahorro, la volvía prácticamente invisible

y a veces creo —lo creo de verdad— que si se considera con la suficiente intensidad se consiguen cosas.

—Oh, sí, qué amable por su parte. Soy Mrs. Wilkins —dijo Mrs. Wilkins—. No espero —añadió, sonrojándose, cuando Mrs. Arbuthnot no respondió nada— que le sugiera nada. A veces, tampoco a mí parece sugerirme nada. Pero —miró a su alrededor como buscando ayuda— soy Mrs. Wilkins.

Durante años sólo había sido capaz de ser feliz olvidando la felicidad. Quería seguir así.

Él ignoraba por completo que nunca salía de casa sin que su bendición le acompañara también, revoloteando, como un ligero eco de su amor concluido, alrededor de esa cabeza antes tan querida.

todas y cada una de las personas y las cosas, toda la dolorida e inflamada monotonía, se habían difuminado hasta adquirir la consistencia de un sueño.

Y allí estaban, llegadas; y era San Salvatore; y sus maletas las estaban esperando; y no las habían asesinado.

«Y el nombre de la estancia —pensó, citando y sonriéndole al cuarto— era Paz».

Se quedó mirando fijamente. Tanta belleza; y ella estaba allí para verla. Tanta belleza; y ella estaba viva para sentirla.

Lo contempló fijamente, con los labios entreabiertos. ¿Feliz? Qué palabra más pobre, corriente, cotidiana. Pero ¿qué se podía decir, cómo se podía describir? Era como si sintiera la necesidad de salir de sí misma, como si fuera demasiado pequeña para contener tanta alegría, como si estuviera inundada de luz.