alférez su uniforme de gala, pues ya desde la visita del Gran Brigadier sus galas presentaban heridas de polilla mayores que de bala. Y aunque esa tarde lo desearan de otro modo, aunque se jactaran de la fidelidad de sus conmemoraciones y del realismo del vestuario, se daban cuenta de que, por más que insistieran en esquivar a los hados, la vejez cobraría al cabo su saldo inaplazable. Ya resentían en el cuerpo las caminatas hasta la llanura del Zurco y el peso de las armas. Ya comprendían que no iban a durar así mucho tiempo, y que en la muerte del alférez había cosas que no encajaban. Recordaban que en los últimos meses las aportaciones del alférez habían sido errátiles, y que sus notas últimas sobre la Batalla del Zurco estaban llenas de incorrecciones que en otros tiempos ni él mismo se habría perdonado. Pero lo más grave era que la transformación