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Dorian Lynskey

  • Victor Avilés Velazquezцитируетв прошлом месяце
    A lo largo de la década anterior habían ido apareciendo con marcada regularidad artículos periodísticos en los que se preguntaba adónde habían ido a parar las canciones protesta… Yo mismo escribí un par. Había un sinnúmero de motivos por los que estar asustado, enojado o incluso esperanzado a lo largo del primer decenio del siglo XXI, pero los cantautores parecían, en su mayoría, incapaces de convertirlos en una muestra de arte convincente. Uno de los propósitos de este libro es explicar por qué.
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    La expresión «canción protesta» resulta problemática. Muchos artistas la contemplan como una etiqueta que los encasilla. Joan Baez, que cantó por los derechos civiles y contra la Guerra de Vietnam, dijo una vez: «Odio las canciones protesta, pero algunas se expresan de modo diáfano». Barry McGuire, que en 1965 estrenó un tema definitorio del género («Eve of Destruction»), matizó: «No se trata exactamente de una canción protesta. No es más que una canción sobre acontecimientos actuales». Poco antes de interpretar «Blowin’ in the Wind» por vez primera, Bob Dylan advirtió a su público: «Ésta no es una canción protesta». Sin duda, varios de los cantautores incluidos aquí querrían librarse de la etiqueta, pero mi empleo del término intenta describir, en su sentido más amplio, canciones que tratan cuestiones políticas para apoyar a las víctimas. Puede ser un encasillamiento, pero es muy amplio, está repleto de agujeros y nadie debería asustarse con él.
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    La dificultad esencial e inevitable de doblegar un mensaje serio para satisfacer el gusto por el espectáculo es el grano de arena que hará posible la perla. En canciones tales como «Strange Fruit», «Ohio», «A Change Is Gonna Come» o «Ghost Town», el contenido político no es un obstáculo para la grandeza sino su propia fuente. Abren una puerta por la que se cuela el mundo exterior.
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    Éste es también un libro sobre decenas de personas que tomaron ciertas decisiones en determinados momentos por motivos muy diversos y con consecuencias dispares. En los casos peores, los cantantes se han visto censurados, arrestados, golpeados e incluso asesinados por su mensaje. Menos dramático resulta el riesgo de parecer aburrido, estridente o egocéntrico. Se suele decir que algunos combinan pop y política para atraer publicidad, pero si hay algo que la historia de la canción protesta puede demostrar es que existen maneras mucho más fáciles de despachar unos discos de más.
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    «Es una navaja de doble filo —dice el antiguo cantautor político Tom Robinson—. Si mezclas la política y el pop, cierta crítica dirá que explotas las necesidades, ideas y simpatías políticas de la gente a fin de vender tu música pop de segunda, [otra crítica dirá] que estás vendiendo ideales políticos de segunda explotando tu trayectoria en el pop. Sea como fuere, estás atrapado.» Algunas de las críticas contra los cantantes protesta que Phil Ochs reprodujo irónicamente en el texto de la carátula de All the News That’s Fit to Sing (1964) («vine a pasarlo bien, no a que me sermoneen»; «está bien, pero no llega muy lejos») siguen esgrimiéndose hoy en día.
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    En muchos sentidos, escribir una canción protesta es buscarse problemas y es este peligro lo que aporta vitalidad al formato. Casi todas las canciones que aparecen en este libro nacen de la preocupación, el enojo, la duda y, casi siempre, de la emoción sincera. Algunas son un derroche espontáneo de sentimiento, otras son panfletos elaborados con esmero; algunas son claras como el agua, otras cautivan por su ambigüedad; algunas son una respuesta, otras plantean preguntas imprescindibles; algunas fueron fruto de una valentía extraordinaria, otras se beneficiaron de una coyuntura excepcional. Hay tantas maneras de escribir una canción protesta como de escribir una de amor.
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    la pregunta es la siguiente: ¿uno aplaude, asombrado ante el coraje y la intensidad de la actuación, atónito por el macabro lirismo de la letra y sintiendo que la historia ha hecho acto de presencia en el escenario, o se remueve incómodo en la butaca pensando «¿a esto lo llaman entretenimiento?»? Y ésa es la pregunta que palpitará en el corazón de la controvertida relación entre la política y el pop a lo largo de décadas y ésa es la primera vez en que así se formuló.
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    Escrita por un comunista judío llamado Abel Meeropol, «Strange Fruit» no fue la primera canción protesta, pero sí fue la primera que trasladó un mensaje político explícito al mundo del espectáculo. Justo antes de eso, las canciones protesta estadounidenses eran ajenas a la música popular convencional. Estaban concebidas para determinados públicos —piquetes, escuelas de folclore, reuniones de partido— y con un objeto específico: únete al sindicato, lucha contra los jefes, ganemos esta huelga.
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    Josephson, consumado hombre del espectáculo, sabía que no tenía ningún sentido colar aquel tema en el grueso del repertorio y pretender que se trataba de otra canción más, así que marcó unas directrices: primero, Holiday cerraría sus tres funciones nocturnas con la canción; segundo, los camareros suspenderían el servicio; tercero, toda la sala permanecería a oscuras salvo por la luz cruda de un foco en el rostro de Holiday, y, cuarto, no habría bises. «La gente tenía que recordar “Strange Fruit” y que le ardieran las entrañas», dijo.
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    «Canta las canciones de un pueblo y sospecho que, en cierto modo, él es ese pueblo —aseveraba John Steinbeck en su introducción a Hard Hitting Songs—. De voz áspera y nasal, con la guitarra colgando como una palanca sobre una llanta oxidada, nada en él resulta dulce y las canciones que canta tampoco lo son, pero hay algo más importante para los que lo escuchan: la voluntad de un pueblo para aguantar y luchar contra la opresión. Creo que eso es lo que se llama el espíritu norteamericano.»

    En Guthrie
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