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Susanna Tamaro

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    Sólo algunos padres especialmente ingenuos y optimistas pueden creer que un recién nacido es una tabla rasa, un bloque de arcilla que lograrán transformar, con su amor y su buena voluntad, en el ser de sus sueños. Deberíamos ser un poco menos confiados y darnos cuenta de que esas manitas, en realidad, encierran un largo pergamino enrollado y que, si el padre y la madre tuvieran el valor de abrirlo, verían que ahí ya está trazado, a grandes rasgos, el destino del ser que acaban de traer al mundo.
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    De hecho, se puede venir a este mundo en una villa sobre el Aventino o en una barraca de Nairobi. Se puede nacer de padres amorosos o alcoholizados, o simplemente distraídos o devotos amantes de la crueldad. Se puede ser abandonado en un contenedor de basura y morir así, entre plásticos sucios y desperdicios putrefactos, o ser ya herederos, desde el nacimiento, de un imperio económico. Se puede tener un padre y una madre, o sólo una madre, puede que herida, de pocas luces o, simplemente, incapaz de amar. Se puede nacer de un gran amor o de un coito torpe, en los lavabos de una discoteca, como se puede venir al mundo por una violación.
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    La verdadera escritura se encuentra en otro lugar, en las profundidades, en el núcleo de fuego de la tierra, en el corazón en tinieblas del hombre. Procede y se mantiene en equilibrio entre esos dos extremos.
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    ¿Qué te preguntaba? —le dije a mi hermano hace tiempo.

    —Cosas imposibles —me respondió.

    —¿Cómo qué?

    —Como quién ha hecho las estrellas, de dónde viene la luz, quién ha hecho el sol y, cuando desaparece, ¿adónde va?
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    El humo de los altos hornos que todavía ahora se cierne como un hongo nuclear sobre una parte de la ciudad.

    El humo de las calefacciones, la mayoría alimentadas con carbón.

    Y el humo de la Historia.

    El humo del odio racial, del odio étnico.

    El humo de los barcos de prófugos que llegaban de Istria y de Dalmacia.

    El humo de millones de vidas sacrificadas para reincorporar nuestra ciudad a Italia durante la Primera Guerra Mundial.
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    La idea de que aquello era sólo una de tantas existencias, de alguna manera me tranquilizaba. Si la vida no era muy distinta a una lotería, no quedaba más que tener un poco de paciencia y esperar el nuevo sorteo. Estaba convencida de que esta verdad resultaba clara para todos.
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    . Vivía sumergida en mis pensamientos y me resultaban incomprensibles las leyes no escritas de la sociedad.
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    Cuando pienso en mi familia paterna, en el hielo que salía de aquel portal y en la carencia de afecto que se desprendía de todas las figuras que yo conocía, no puedo pensar en otra cosa que en algún micrón de filamento transmitido fielmente de generación en generación.

    El hielo de los Cárpatos, el hielo de los Urales, el hielo de los kurganes, pueblos venidos de las estepas, junto con el viento, para colonizar las templadas orillas del Adriático, el hielo de Transilvania, de los vampiros dormidos en las mazmorras de los castillos, de los muertos vivos que, de país en país, cruzan los Balcanes bebiendo slivovitz y contando historias.
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    Cuando contaba este episodio, mi abuelo todavía manifestaba dolor y rabia. No sentía ninguna estima hacia sus superiores, que consideraba, militarmente, unos ineptos y, humanamente, unos criminales.
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    Mi familia materna, aunque sin alcanzar estos extremos, vivía en una total indiferencia respecto a la fe. La consideraba en el mejor de los casos una simpática pérdida de tiempo.
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