Escribí una novelita, Anatomía del vacío, que publiqué con un editor más bien modesto. El libro fue un fiasco (setenta y nueve ejemplares vendidos los dos primeros meses, incluidos los que había comprado yo de mi propio bolsillo). No obstante, mil ciento ochenta y dos personas le habían dado a me gusta en el post que publiqué en Facebook para anunciar la aparición inminente de mi libro. Novecientas diecinueve habían comentado. «¡Enhorabuena!», «¡Orgulloso!», «Proud of you!», «Congrats bro!», «¡Bravo!», «¡Me inspira!» (y yo expiro), «Gracias, hermano, eres motivo de orgullo», «¡Ganas de leerlo Insha’Allah!», «¿Cuándo sale?» (aunque había indicado la fecha de salida en el post), «¿Cómo lo consigo?» (eso también salía en el post), «¿Cuánto cuesta?» (ídem), «¡Interesante título!», «¡Eres un ejemplo para nuestra juventud!», «¿De qué va?» (esta pregunta encarna el Mal en literatura), «¿Se puede encargar?», «¿Disponibilidad en PDF?», etcétera. Setenta y nueve ejemplares.