Uno y otra rompen sus límites: el cuerpo, los de sí mismo como espacio cerrado; la escritura, los de las normas que debe cercar para constituirse como tal dentro de una sociedad que se rige por esas normas. De su unión nace otro signo, un signo único, que no se encuentra en ninguna parte más que en el espacio mismo de la unión pero cuya realidad dirige el camino de la representación, le da una meta que nace de ella y se coloca fuera de ella y al hacerlo asegura la continuidad de su avance.