F.G. Haghenbeck

—Éste será quien selle nuestro pacto. El que nazca de ese huevo te recordará con su canto al sol del nuevo día que seguirás viviendo porque así lo acordamos. El día que no cante al sol, morirás.

—Ya sabes que no me importa. Yo creo que las mujeres son más civilizadas y sensibles que los hombres, nosotros somos sencillos en lo sexual. Tenemos nuestro órgano en un solo lugar, mientras que ustedes lo tienen distribuido en todo el cuerpo —le dijo Diego dándole un besito tronador en la frente, con todo el cariño que le tenía a su esposa.

Diego, el consumado comunista y autonombrado pintor que rompería las cadenas de la opresión capitalista con sus pinceles, adoraba estar donde se encontraba: en el templo del dinero, en el mausoleo de los empresarios, en el panteón divino de los millonarios.

. Así que mientras sus dedos salpicaban el agua, moviéndose como nerviosos gusanos que están a punto de ser freídos para un taco, comenzó a reírse como loca. Sus recuerdos flotaban en desorden frente a ella, haciéndole divertidas cosquillas en los pies. Ahí estaban los momentos más dolorosos vividos en una parafernalia psicótica que su condición de mujer asimilaba como delirios cuerdos. Su mente comenzaba a divagar. El agua le ofrecía imágenes de su pasado y su presente, de vida y muerte, de consuelo y pérdida, y así se quedó dormida en la tina, para grabarse como placa fotográfica y poder ser exhibida en uno de sus cuadros años después.

—Diego sólo hace cuatro cosas en la vida: pinta, come, duerme y fornica.

Desde que llegó el muchacho, elegantemente ataviado, a arrimar su nariz al guisado yucateco que Frida preparaba para festejar esa reunión, ella comprendió las palabras de Lupe Marín: “Una comida bien servida puede ser el más hechicero de los encantos”.

Nelson, totalmente embriagado por el carisma de Diego, le propuso pintar el mural en Nueva York, y el pintor de inmediato le dio título a lo que creyó sería la cúspide de su carrera: “El hombre en la encrucijada, mirando la esperanza hacia un nuevo porvenir”.

Dijo que al morir todos tenemos que recorrer un camino para llegar a nuestro destino, y para guiarnos por ese camino oscuro, se fundó el Crossroad Club: un grupo de almas que trabajan como guías para que cada humano llegue a su destino. Como si me explicara el funcionamiento de una empresa, me dio a entender que sus miembros fueron en vida personas admiradas, reconocidas y queridas por muchos. Por eso se les escoge, porque la gente los reconoce cuando mueren, pues cuando a uno le llega la hora desea ver una cara conocida.

Diego nunca comprendió aquel dicho mexicano que advierte: “No hay que mear en el pesebre”.

Decía que había tres etapas en la vida: joven, mediana edad y “qué bien te ves hoy”.