Pero hay gentes que deliberadamente prefieren lo confuso a lo claro como don Eugenio d’Ors a quien conocí en España. Escribía en el periódico glosas tan oscuras y difíciles, que a veces no las entendía nadie. Se complacía en contar que cuando su secretaria terminaba de sacar en limpio un artículo, solía preguntarle:
—¿Está claro, señorita? Y si ella le contestaba—: Lo entendí perfectamente, don Eugenio; el viejo respondía: —Entonces vamos a oscurecerlo un poco. Como se comprende, don Eugenio odiaba lo trivial y para él lo trivial era lo que podía comprender todo el mundo. Pero ese no es mi caso. Para mí lo que no es claro indica cierta confusión del pensamiento, o un desajuste entre el pensamiento y la palabra.
Lo importante no es cómo se escribe sino qué es lo que se quiere escribir.