Cuando hago como si me reventara la cabeza me mueve una necesidad de acallar ese sifón interior, hay algo de cariño y de piedad en las bofetadas; en cambio, al golpearme en la mejilla soy como una maestra que no pudiera soportar más el cafarnaún de los niños y los abofeteara con odio, con más fuerza de la que usaría con un adulto, hallando, en esa brutalidad desencadenada, unas migajas de calma.