Un niño que llora sin ayuda, un niño que llora lejos de todos los demás, un niño que llora sin motivo.
Si me lo hubieran contado en esa época, no lo hubiera creído. Para mí el llanto siempre era consecuencia. Con el llanto aliviabas el dolor de las rodillas, de las muelas, de los oídos. Siempre se necesitaba de la existencia de un dolor previo y que ese dolor fuera gigantesco para que los ojos se te desbordaran de lágrimas.
Pero… ¿llorar sin dolor?
Fue como si mi cuerpo hubiera decidido revelarme a mí, a Ricardo, lo que yo le había provocado sin darme cuenta por decirle esa oración tan larga a Delia que empezó con “te acompaño a tu casa” y terminó con “¿quieres ser mi novia?”.