El día que desapareció colgué su profesión de fe en la pared, cerca de mi cama: “No poner tu nombre en la puerta; no tener más que una cama, una mesa, un sillón; una chimenea para llenarla con libros, un sillón para apilar los periódicos, una caja de las Galerías Lafayette en la que se guardan y se revuelven las cartas que nunca hay tiempo de leer; y pilas de libros para sentarse, libros como descansabrazos, libros para colocar el sombrero. Dormir con el suave sarape de viaje a manera de edredón y cada mañana pisar al amanecer el cuero de la querida valija de piel de cerdo. No acomodar el traje en un armario, sino encontrarlo en la mañana dormitando en una maleta abierta. ¿Acaso no sea la única manera de estar siempre en paz, siempre en camino, en el corazón mismo de París?”